Entre el cambio tecnológico y el chocolate del loro

No es fácil lograr reducciones de costes y muchas veces se fracasa, ya sea por usar métodos inapropiados o por ser mal aplicados. Ocurre que esos esfuerzos no son sostenibles y al tiempo los gastos vuelven a aparecer, como al querer hundir una pelota en el agua, que en cuanto se la suelta vuelve a surgir.

Algunos programas de reducción de costes se basan en métodos muy participativos, en los que se solicitan sugerencias de ahorro, lo que suele generar ideas tan dispares como la de cambiar la tecnología del proceso productivo y la de establecer normas para disminuir el gasto en fotocopias.

Esta disparidad llega a desconcertar, pudiendo llevar a preguntar: ¿pero, tú qué entiendes por “reducción de costes”? Cuestión que es un síntoma de que el programa puede estar un tanto desenfocado, y que lleva a analizar cuáles son las motivaciones de fondo y los objetivos del esfuerzo por reducir los costes.

Estos esfuerzos están muy condicionados por el horizonte temporal en el que se quiere obtener los resultados y por el grado de proactividad de la empresa. Cuando se necesita reducir costes cuanto antes y como reacción ante circunstancias externas, se trata entonces de una cuestión de supervivencia, y se suele “disparar a todo lo que se mueva”. Es muy distinto el caso de otra empresa que espera resultados a más largo plazo y que busca posicionarse como líder en costes.

Sea cual sea la estrategia, parece más recomendable actuar proactivamente y con anticipación. Pero incluso cuando hay que lograr los resultados a corto plazo, no es lo mismo hacer conscientemente lo que se puede que estar “dando palos de ciego”. Por eso hay una serie de ideas que hay que tener claras antes de poner en marcha iniciativas de este tipo.

Una primer idea es la diferenciar entre lo que podemos llamar la oferta y la demanda de los costes. Trabajar sobre la oferta son todas aquellas oportunidades de ahorro que se ocupan de la eficiencia y la economía, en cuanto a consumir menos recursos y comprar mejor (como ser un rediseño de procesos o un cambio de proveedores). Trabajar sobre la demanda significa actuar sobre los factores que desencadenan la necesidad de recursos (como ser el eliminar o reducir una determinada actividad).

Otro aspecto a tener en cuenta son las dimensiones decisorias que afectan a los costes. Pertenecen a la dimensión estratégica tanto las decisiones de “cartera” (productos, clientes, tecnologías), como las decisiones de estructura de operaciones (localización, capacidad, configuración de la cadena de valor). Y por otro lado está la dimensión operativa, con decisiones funcionales relativas a diseño de procesos, uso de activos, gastos discrecionales o gestión de la masa salarial.

Hay que reconocer que los costes de una empresa están muy condicionados por factores estructurales como las economías de escala, el grado de integración vertical, la ubicación geográfica, y por distintas políticas de negocio (mix de productos, nivel de servicio, tecnología de procesos, especificaciones de insumos, etc.).

Todo programa de reducción de costes debería partir de una clarificación de sus objetivos finales y de un horizonte temporal coherente con los mismos. Esta clarificación facilitará trabajar en las dimensiones adecuadas, evitando así esa especie de cambalache de iniciativas de reducción de costes en el que conviven “la Biblia con un calefón”.

Coste del capital, no se ve pero ahí está


La Cuenta de Resultados (CR) es el estado financiero más utilizado, y hasta podríamos decir que “demasiado” utilizado en tanto que basados únicamente en el mismo se llega a conclusiones sobre la rentabilidad de la empresa.
El problema está en que la CR nos da información sobre los recursos utilizados  de una forma indirecta y parcial. Indirecta porque no vemos las inversiones sino los intereses pagados por la financiación que las sostiene, y parcial porque esos intereses corresponden exclusivamente al endeudamiento.
Estamos más cerca de conocer la verdadera rentabilidad cuando se le atribuye un coste a los fondos propios (FP). No hay que confundirse por el hecho de no pagar intereses por los mismos, confusión que es fácil que se produzca si el análisis se enfoca en la CR tradicional.
No hay dudas que de acuerdo a la normativa contable no se puede cargar intereses por los FP. Pero ese es un criterio contable, cuando de lo que se trata es de aplicar criterios económicos por medio de una contabilidad de gestión para uso interno.
En tanto no apliquemos criterios económicos no conoceremos realmente la rentabilidad, con los efectos que produce ese desconocimiento sobre las decisiones directivas de invertir o desinvertir, de cambiar de rumbo o seguir en una misma línea.
Nos enfrentamos entonces a dos cuestiones en el intento de llegar a conclusiones sobre el rendimiento de la empresa en base a la CR: por un lado el cómo representar la totalidad del capital empleado, y por otro lado el cómo asignarles un coste a los FP.
Los recursos permanentes son  la contrapartida de los activos utilizados, a los que conviene separar en capital de trabajo y  en activos fijos por la diferencia que existe en la flexibilidad derivada de las decisiones relacionadas con los mismos. Aplicando un coste de capital a los recursos inmovilizados durante el período podemos llegar a reflejar el coste económico de los activos que se necesitaron para generar los resultados.
El coste de capital surge de ponderar el coste del endeudamiento (que ya lo conocemos por medio de los intereses bancarios) y el coste que debemos atribuirle a los FP. ¿Y por qué hay que atribuirles un coste si realmente no hemos pagado por ellos?
La respuesta a esta pregunta la tienen muy clara las empresas que cotizan en Bolsa. Para atraer a inversores tienen que trasladar al mercado de capitales unas expectativas de rentabilidad lo suficientemente atractivas, que vienen a constituir una especie de “precio” a pagar en forma de rentabilidad para el accionista.
El empresario que no está en Bolsa no lo tiene tan claro, y al aportar capital no se basa en una expectativa de rentabilidad tan explícita que pueda usarla como precio. Pero es evidente que el dinero que invierte en su propia empresa deja de poder invertirlo en otras inversiones alternativas, y por tanto tiene un coste de oportunidad, que es lo que puede considerar como precio.
¿Y qué alternativas considerar para estimar el coste de oportunidad? Tienen que ser alternativas con un nivel de riesgo comparable al de su empresa, por lo tanto no vale pensar “si no lo reinvierto en la empresa, pondría este dinero en un depósito bancario”.  Y lo que se suele hacer entonces es sumar una prima de riesgo a la rentabilidad de un activo financiero “seguro” (como han sido consideradas normalmente las obligaciones a largo plazo del Estado).
La anormal situación actual del mercado financiero no hace sino reforzar las probabilidades de tener una visión deformada de la rentabilidad si no aplicamos criterios de contabilidad de gestión. Por un lado, la desaparición del crédito fuerza un desapalancamiento financiero que eleva la participación de los FP. Por otro lado, las inyecciones de liquidez al sistema bancario no logran que aflore el crédito sino que rebajan la retribución de los depósitos, pudiendo confundir respecto al coste de oportunidad a considerar, cuando en realidad el tremendo diferencial de intereses entre depósitos y préstamos es consecuencia del alto riesgo percibido dada la pésima situación de la economía en general.
En estos momentos hay muy poco margen de decisión sobre el grado de endeudamiento (se puede decir que “se tiene el que se consigue”), pero un mayor uso de fondos propios sin coste explícito no debe hacernos pensar que el coste del capital ha bajado, y llevarnos a reducir equivocadamente la rentabilidad exigida a las inversiones.